Por: Alberto Villar Campos.
Alguna noche de 1998, fui a ver “Trainspotting” al desaparecido cine Julieta de Miraflores. Por entonces yo tenía 17 y la película, dos años de estrenada. Como intuyo ocurría con todo el cine independiente del mundo, se exhibía en Lima muy tarde y en muy pocas salas. Ésta era una de ellas. Aquella noche, recuerdo, llegué al cine con tres amigos del colegio, y salimos, casi dos horas después, muy como en la película: con la onda de querer destruirlo todo (al resto, a nosotros mismos), de cruzar calles con el semáforo en verde, de irnos muy lejos, a una campiña inexistente, con cervezas y vodka, sin ningún ánimo de cruzar palabras. Esa noche anduvimos así: errantes y ausentes, con la semilla de la venganza a punto de abrirse, vaya uno a saber por qué. Pasaron, creo, algunas horas, hasta que uno de nosotros dijo que debía irse a casa porque ya era tarde, y fue entonces que el sueño se terminó: al día siguiente habían clases, nadie podía (o quería) faltar, y todo eso en que habíamos pensado había sido apenas el efecto curioso de una película como ninguna otra.
En julio se cumplirán diez años de la aparición de uno de los filmes emblemáticos de la década de los noventa. Es decir, de esa generación que fue mía y que aún no me resigno a olvidar. De la generación Nirvana, Pearl Jam, STP, Greenday, las camisas a cuadros, las converse y los Airwalk, el discman, MTV, doble nueve, los libros de Ray Lóriga y las conversaciones de madrugada en Bembo’s, el Blue Buddha, la playa y la marihuana, el ron con coca cola y un largo y difícil etcétera.
Hoy por hoy me resulta difícil creer que puede decirse algo más sobre “Trainspotting”. Ni yo mismo sé si esta película ahora sea la misma que vi aquella vez. Todavía conservo una copia en Vhs, escondida en una caja, pero ya no tengo ganas de volver a verla.
Ergo: sólo me queda recordarla.
Y lo hago volviendo mis pasos hacia esos meses en que, como cualquier adolescente, creía llevar prisa por llegar a alguna parte, era ignorante, valiente y tenía hambre de experiencias múltiples (no sabía que terminaría derrotándome una realidad también dolorosa: el letargo del crecimiento y la pérdida total de la inocencia al palpar la mayoría de edad). En fin, lo que yo quería era ser como los villanos héroes de “Trainspotting”. Quería ser todos ellos: no tener futuro, andar con rabia por las calles, morirme un poco con cada amigo muerto, caer al fondo solo y también acompañado, subir a un nivel donde todo está en orden pero nada gusta, y luego bajar, planear un gran robo, montarme en un tren e irme cuando todos –menos uno– estuviesen durmiendo. Mentir. Timar. Reírme. Tener sexo con una chica tan bonita como Kelly McDonald y luego dormir en un sofá, con ella en la habitación de al lado. Verme dentro de un taxi y no saber que estoy dentro de uno. Que mis padres fumen cigarros conmigo. Morir en una cama, con un niño en el techo, gateando hacia mí. Y luego revivir, sabiendo que sólo fue un sueño. Sentir la música electrónica como el advenimiento de una era en la que todos seremos iguales: no tendremos sexos. Hablar raro, como para que nadie entendiese lo que estoy diciendo. Sentirme un poco como un dios con dos milenios en las espaldas y menos de una década de vida.
Ser adolescente es una de las mejores cosas que le suceden a uno, aún cuando quede poco de ello al cabo de un tiempo. Hoy, por qué no, vuelvo a ser uno, otra vez. Se siente paja.
TRAILER DE TRAINSPOTTING
UNDERWORLD - BORN SLIPPY (BANDA
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