30.8.07

DEL PARÍS MODERNÍZADO AL SHOPPING CENTER POSMODERNO

A continuación un ensayo basado en el libro “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, de Marshall Berman. Texto de lectura obligada para entender la idea de modernidad y hasta la idea de contemporaneidad. Este ensayo mantiene una cercanía con otro texto publicado anteriormente en este espacio.

DEL PARÍS MODERNÍZADO AL SHOPPING CENTER POSMODERNO

Por: David Flores-Hora


Puede resultar que retroceder sea una forma de avanzar, que recordar los modernismos del siglo XIX pueda darnos la visión y el valor necesario para crear los modernismos del siglo XXI. Este acto de recordar puede ayudarnos a llevar al modernismo de nuevo a sus raíces a fin de que pueda nutrirse y renovarse, enfrentarse a las aventuras y los peligros que tiene por delante”.
Berman Marshall.


En un estado de dominación total los conflictos desaparecen”.
Herber Marcuse.

El propósito de Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire es contribuir a restablecer nuestro sentido de la modernidad reapropiándose de las visiones clásicas de aquélla, es decir, de la que forjaron pensadores y escritores de la talla de Goethe, Hegel y Marx, Stendhal y Baudelaire, Carlyle y Dickens, Herzen y Dostoievski, que no cometieron la “imprudencia” de descomponer su visión de la vida moderna entre el plano material (la modernización) y espiritual (el modernismo) y, muy por el contrario, en sus obras lucharon contra la confusión entre progreso material y espiritual.

Al respecto, en el capítulo, Baudelaire: el modernismo en la calle, Berman sostiene que el autor de Las flores del mal fue el “inventor” de ambas visiones excluyentes. “Pero también en él podemos hallar algo que le falta a la mayoría de sus sucesores: la voluntad de luchar hasta agotar sus energías con las complejidades y contradicciones de la vida moderna, de encontrarse y crearse en medio de la angustia y la belleza en el caos en movimiento”, asegura.

El autor plantea que se puede restablecer el sentido y de la modernidad a partir de reconocer a la urbe moderna como su principal escenario.

En ese orden de ideas, refiere que “...existe un modo de experiencia vital —la experiencia del tiempo y el espacio, de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y peligros de la vida— que es compartido hoy por hombres y mujeres de todo el mundo (en la urbe), llamare a este conjunto de experiencias modernidad”. “... (...) Ser modernos —agrega—es encontrarse en un ambiente que promete aventuras, poder, alegría, desarrollo, transformación de uno mismo y del mundo, y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que conocemos, todo lo que somos”. “Los ambientes y las experiencias modernas traspasan todas las fronteras de la geografía y las etnias, de las clases y las nacionalidades, de las religiones y las ideologías: en este sentido se puede decir que la modernidad une a toda la humanidad. Pero se trata de una unidad paradójica, una unión de desunión: nos introduce a todos en un remolino de desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia perpetuas. Ser moderno es formar parte de un universo en el que, como dijo Karl Marx, todo lo sólido se desvanece en el aire”.

En este momento cabe preguntarse ¿Qué es lo que genera este remolino? Para Berman, es una multitud de procesos sociales —enumera los descubrimientos científicos, los conflictos laborales, las transformaciones demográficas, la expansión urbana, los estados nacionales, los movimientos de masas—, impulsados todos ellos, en última instancia, por el mercado mundial capitalista “siempre en expansión y sujeto a drásticas fluctuaciones”. A esos procesos los llama modernización socioeconómica.

De la experiencia nacida de la modernización surge a su vez lo que Berman describe como “la asombrosa variedad de visiones e ideas que se proponen hacer de los hombres y las mujeres tanto los sujetos como los objetos de la modernización, darles la capacidad de cambiar el mundo que los esta cambiando, salir del remolino y apropiarse de él”: son “unas visiones y unos valores que han pasado a ser agrupados bajo el nombre de modernismo”.

La ambición del libro es, pues, revelar la “dialéctica de la modernización y el modernismo. Asimismo, diremos que entre una y otra se encuentra, el término medio de la propia modernidad, que no es ni un proceso económico ni una visión cultural, sino la experiencia histórica que media entre una y otra. A la interrogante, qué es lo que constituye la naturaleza del vínculo entre ambos, para Berman es esencialmente el desarrollo (económico y de la personalidad individualidad). La combinación de ambos, bajo la presión del mercado mundial o de sus proyecciones, provoca necesariamente una tensión dramática dentro de los individuos que sufren el desarrollo de ambos sentidos.

Tras la lectura de los primeros capítulos se concluye que por un lado un proyecto capitalista hace trizas toda limitación ancestral, toda restricción feudal, toda inmovilidad social y toda tradición claustral, “en una inmensa operación de limpieza de escombros culturales y consuetudinarios en todo el mundo. A este proceso corresponde una tremenda emancipación de las posibilidades y la sensibilidad del individuo, ahora cada vez más liberado del estatus social fijo y de la rígida jerarquía de papeles del pasado precapitalista, con su moral estrecha y su imaginación limitada”. Y por otro lado, la misma embestida del desarrollo económico capitalista genera también una sociedad brutalmente alienada y atomizada, desgarrada por una insensible explotación económica y una fría indiferencia social, que destruye todos los valores culturales o políticos que ella misma ha hecho posible. De igual modo, en el plano psicológico, el autodesarrollo en estas condiciones sólo podría significar una profunda desorientación e inseguridad, frustración y desesperación, que son concomitantes —y en realidad inseparables— de la sensación de ensanchamiento y alborozo, de las nuevas capacidades y sentimientos liberados al mismo tiempo.

“Esta atmósfera —escribe Berman— de agitación y turbulencia, de vértigo y embriaguez psíquica, de expansión de las posibilidades experimentales y de destrucción de las fronteras morales y de los lazos personales, de autoensanchamiento, de autodescomposición, fantasmas de la calle y del alma, es la atmósfera en la que nace la sensibilidad moderna”.

Esta sensibilidad data, en sus manifestaciones iniciales, del advenimiento del propio mercado mundial hacia el año 1500. Pero en su primera fase, que para el ensayista dura hasta 1790, carece aún de un vocabulario común. Una segunda fase se extiende a lo largo del siglo XIX, y es aquí donde la “experiencia de la modernidad” se traduce en las diversas visiones clásicas del modernismo, que Berman define esencialmente por su capacidad de captar las dos caras de las contradicciones sin precedentes del mundo material y espiritual, sin convertir jamás estas actitudes en antitesis estáticas o inmutables. Goethe es el prototipo de esta nueva visión en su Fausto, que Berman analiza en un magnifico capítulo como la tragedia del individuo que se desarrolla en este doble sentido. Marx en el Manifiesto comunista y Baudelaire en sus poemas en prosa sobre París (durante la última etapa de su vida), son presentados como emparentados por el mismo descubrimiento de la modernidad, “una modernidad prolongada, en la peculiaridades condiciones de una modernización impuesta desde arriba a una sociedad atrasada. Una condición de la sensibilidad así creada, era la existencia de un público más o menos unificado que conservaba todavía el recuerdo de lo que era vivir en un mundo premoderno”.

Asimismo, de manera tangencial, diremos que aunque el arte modernista del siglo XIX –en frases de Berman— cosecha más triunfos que ninguno antes, este arte ha dejado de influir en la vida del hombre de la calle o de conectar con ella: como resalta Berman “no sabemos como usar nuestro modernismo. El resultado ha sido una drástica polarización del pensamiento moderno acerca de la propia existencia de la modernidad que ha hecho desaparecer su carácter esencialmente ambiguo o dialéctico. Por una parte la modernidad ha sido condenada de conformismo y mediocridad, como erial espiritual de poblaciones privadas de toda comunidad orgánica o autonomía vital. Por otra parte, frente a estas visiones de desesperación cultural, en otra tradición que va de los futuristas a Le Corbusier (apologistas de la teoría de la modernización capitalista), la modernidad es obsequiosamente descrita como la última palabra en exaltación sensorial y satisfacción universal, en la que una civilización ordenada, clasificada (y subyacentemente vigilada) garantiza emociones estéticas y felicidades sociales”.

Permítasenos afirmar que lo que los dos enfoques tienen en común es una “identificación simplista de la modernidad con la propia tecnología, que excluye radicalmente a la gente que produce y es producida por ella”.

ENTUSIASTAS Y ENEMIGOS

Como dice Berman en Baudelaire: el modernismo en la calle, “...(...) Nuestros pensadores del siglo XIX fueron a la vez entusiastas y enemigos de la vida moderna y lucharon incansablemente con sus ambigüedades y contradicciones; sus ironías y sus tensiones internas fueron una fuente esencial de fuerza creadora. Sus sucesores del siglo XX se han inclinado mucho más por una rígida polarización y una simplista totalización. La modernidad o bien es aceptada con un entusiasmo ciego y acrítico o bien es condenada con un desprecio y un distanciamiento olímpicos; en cualquier caso concebida como un monolito cerrado, incapaz de ser modelado o cambiado por los hombres modernos. Las visiones abiertas de la vida han sido reemplazadas por visiones cerradas”.

Debemos subrayar que tanto el título de Berman como el tema organizador proceden del Manifiesto comunista y su capitulo sobre la modernización de París es uno de los más interesantes del libro. Sin embargo, en la introducción termina sugiriendo que el análisis marxista de la dinámica de la modernidad mina la perspectiva misma del futuro comunista al que Marx pensaba llevarla.

El capitulo trabajado genera la interrogante de si la esencia de la liberación con respecto a la sociedad burguesa fuera por primera vez un desarrollo verdaderamente limitado del individuo ¿Qué garantizaría la armonía de los individuos así emancipados o la estabilización de cualquier sociedad formada por ellos?, ¿Cómo, en medio de la marea de la vida moderna, se las arreglarían para construir una sólida sociedad comunal? ¿Qué puede impedir a las fuerzas sociales que han disuelto el capitalismo disolver también esta nueva sociedad? “Si todas las nuevas relaciones se hacen añejas antes de haber podido osificarse, ¿cómo es posible mantener vivas la solidaridad, la fraternidad y la ayuda mutua?”, se pregunta el autor.

“Un nuevo gobierno comunitario podría tratar de contener la marea imponiendo restricciones radicales no solamente a la actividad y a la iniciativa económica, sino también a la expresión personal, cultural y política. Pero en medida que triunfa tal política, ¿no sería una traición al objetivo marxista del libre desarrollo de todos y cada uno?”, añade Berman.

En ese orden de ideas, dice “...(...) No obstante, si un comunismo triunfante afluyera algún día por las compuertas que abre el libre cambio, ¿quién sabe que horribles impulsos podría afluir con él, siguiendo su estela o inmerso en el? Es fácil imaginar cómo podría desarrollar una sociedad partiendo del libre desarrollo de todos y cada una de sus propias variedades distintivas de nihilismo. De hecho un nihilismo comunista podría resultar mucho más explosivo y desintegrador que su precursor, el nihilismo burgués –aunque más atrevido y original--, porque mientras que el capitalismo encierra las infinitas posibilidades de la vida moderna dentro de unos limites, el comunismo de Marx podría lanzar al individuo liberado a espacios humanos inmensos y desconocidos sin limite alguno”. Berman concluye: “Así pues, irónicamente, podemos ver cómo la dialéctica de la modernidad de Marx reconstruye el destino de la sociedad que describe, generando energías e ideas que luego se esfuman”.

Lo antes dicho será magistralmente desarrollado en el capítulo Baudelaire: el modernismo en la calle, donde Berman reconoce a la urbe moderna como el principal escenario para comprobar y sustentar su tesis.

HAUSSMANN-NAPOLEÓN III

El capítulo trabajado muestra a Georges Eugene Haussmann (1809-1891), político y urbanista francés, como responsable de la drástica remodelación del trazado del París medieval (como espacio vital) durante el reinado de Napoleón III (1852-1870).

Su éxito político coincidió con la subida al poder del populismo conservador de Napoleón III, el temor a las revoluciones de 1848 y la necesidad de obras públicas acordes con los cambios tecnológicos y sociales. Además, su fuerte personalidad le permitió llevar a cabo todas las reformas que necesitaba el área de París en un escaso periodo de tiempo, de la cual fue testigo Baudelaire.

Los objetivos de esta gran transformación fueron complejos y son difíciles de analizar: desde la necesidad técnica de espacios regulares para implantar modernas instalaciones urbanas hasta la ventaja militar de los trazados rectilíneos para contener los movimientos revolucionarios, pasando por la racionalización del tráfico y las nuevas necesidades de vivienda. Desde su puesto, Haussmann propuso una nueva ciudad, heredera de los esquemas barrocos de perspectivas y simetrías. Urbanizó la periferia, abrió nuevas calles anchas y rectilíneas, trasladó las estaciones de tren fuera del núcleo urbano, conectadas por una trama racional, organizó nuevos parques (como el Bois de Boulogne), construyó numerosos edificios públicos y planteó un nuevo sistema de alcantarillado y abastecimiento de agua. Pero para todo ello no dudó en derribar extensas áreas del París medieval, en especial aquellas que más habían destacado en la resistencia revolucionaria. En cualquier caso, su intervención fue decisiva en la imagen del nuevo y moderno París, caracterizado por los bulevares largos y anchos, articulados mediante plazas circulares, y las perspectivas monumentales. Los cambios no solo fueron urbanísticos sino también, como dice el autor, los hombres se descubrieron diferentes. Unos podían estar en la nueva ciudad, otros la sublimaban como producto de la racionalidad moderna, unos se aislaron en si mismo ante los peligros de una ciudad nunca antes conocida, otros con los años mantuvieron una actitud critica pues la ley de la calle moderna estaba enmarcada en la lógica de la nueva burguesía expansionista, por ende mundialista, donde los pobladores eran tratados como meras mercancías y lo que puede ser peor, han sido captadas por ella al punto que unos son meras entidades pasivas.

La ciudad genera divisiones y dramas internos e ironías materiales que sólo podrán ser comprendidas y criticadas por aquellas mentes (modernistas) que no caen seducidas a sus encantos ni a la lógica de mercado que las guía y controla.

“Esto es mantenerse vivo, es un deseo de vivir abiertamente con el carácter dividido e irreconciliable de nuestras existencias y extraer energía de nuestras luchas internas, a donde quiera que puedan llevarnos finalmente”, expresa Berman.

La principal contribución del proyecto de la modernización de París consistió en intuir la necesidad de un poder público fuerte para organizar la ciudad moderna, articulado por medio de la normativa urbanística y “garante” –en el en el discurso-- del reparto de plusvalías (uno de los fracasos que sufrió frente a las leyes de su tiempo).

En este pasaje del capítulo, Berman, ante el interrogante de cómo el espíritu sobrevivirá a los cambios eternos y perturbadores que se dan en la vida moderna, encuentra una salida en el modernismo crítico de Baudelaire. “Pues en realidad los conflictos de hoy son los mismos que se suscitaban en las escenas primarios de Baudelaire”. “...(...) Sólo que nuestra época ha encontrado nuevas formas de enmascarar y mistificar esos conflictos”.

Desde su época ---donde el desarrollismo urbano a generado divisiones espirituales, culturales, de clase, económicas; de sometimiento estratégico y ha confinado al hombre, que antaño se cruzaba con otros como en los boulevares o en las calles, a lugares secundarios pues ya no importa que éste participe de la ciudad sino sus automóviles en las nuevas autopistas---, Marshall apuesta por una salida inspirado en el modernismo de Baudelaire que consistió en transformar la ciudad en un lugar para que las multitudes de soledades urbanas que transitaban por boulevares y calles se transforme en un pueblo (una mezcla de pobres y ricos, negocios y viviendas) y, además, reclama las calles de la ciudad para la vida humana.

La trágica ironía del urbanismo modernista es que su triunfo ha contribuido a destruir la misma vida urbana que esperaba liberar.

El boulevard había dejado de ser el signo distintivo de urbanismo y complicado punto de encuentro de entidades materiales y espíritus humanos para darle paso a la autopista como símbolo de la urbe del siglo XX y que no separaba a los humanos de este nuevo símbolo de la urbe en tanto ahora tenía un automóvil. El hombre del siglo XX necesita un nuevo tipo de calle: la autopista, donde no hay personas excepto los que manejan las maquinas.

Posteriormente, el autor sostiene que “la perspectiva del nuevo hombre generó los paradigmas del diseño y la planificación urbana modernista del siglo XX. Nace la visión de un mundo nuevo: un mundo totalmente integrado de torres rodeadas de césped y espacios abiertos unidos por súper autopistas aéreas y provistas de garajes subterráneos y tiendas. Esta visión tenía un claro objetivo: evitar la revolución. La idea es que las calles no sean para el “pueblo de Baudelaire” pues cuando se concibió el Boulevard de Haussman allí se dio cita el pueblo y allí se engendraron las nuevas luchas revolucionarias urbanas”.

Luego, Berman refiere que en los proyectos modernistas de Le Corbusier (1887-1965) éste quería acabar con las calles. La planificación urbana modernista pretendió crear lugares divididos donde los que ostentan el poder lo sigan haciendo y los pobres estén separados al igual que sus trabajos, sus casas, donde las entradas y salidas estén siempre controladas.

Entre sus preocupaciones de Le Corbusier, también destacó la necesidad de una nueva planificación urbana, adecuada a los condicionantes de la vida moderna. Una de las principales aportaciones de Le Corbusier fue la idea de liberar el territorio, construyendo una ciudad en bloques de cierta altura ubicados en grandes espacios libres y conectados por vías eficientes. Sus propuestas más radicales se recogen en la llamada Ville Radieuse, un especie de ciudad teórica que se fue concretando en numerosas propuestas (plan Voisin para París, plan Obus para Argel, Chandīgarh) y tuvo una enorme influencia en el urbanismo posterior a la II Guerra Mundial. Por otra parte, su intervención fue decisiva en el IV Congreso del CIAM (Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna) y en la consiguiente redacción de la Carta de Atenas. En ella se estableció definitivamente el concepto de la zonificación, basado en la especialización de los sectores urbanos respecto a las funciones básicas del hombre: habitar, trabajar, descansar y circular.

Así, las fuerzas anárquicas y explosivas que una vez fueron reunidas por la modernización urbana (en el París de Baudelaire), han sido separadas por una nueva hola de modernización, respaldada por la ideología del modernismo desarrollista.

DEL LIBRE CAMBIO A LA NUEVA VIDA

El siglo XX ha visto desarrollar una sociedad partiendo del libre desarrollo de todos y cada una de sus propias variedades distintivas, pero que paradójicamente son propuestas por el capitalismo globalizado. Este capitalismo encierra las infinitas posibilidades de la vida contemporánea dentro de sus límites. Es también en este momento donde surge un nuevo ente pos autopista.

La gente hoy pertenece más a los barrios urbanos (y a los “barrios audiovisuales”) que en los años veinte. Donde la salida al “centro” prometía un horizonte de deseos y peligros. Une exploración de un territorio siempre distinto. De los barrios de clase media ahora no se sale al centro. Las distancias se han acortado no sólo porque la ciudad ha dejado de crecer, sino porque la gente ya no se mueve por la ciudad. Los barrios ricos han configurado sus propios centros, más limpios, más ordenados, mejor vigilados, con más luz y mayores ofertas materiales y simbólicas.

Ir al centro no es lo mismo no es lo mismo que ir al shopping center. En primer lugar por el paisaje, en el shopping center, no importa cual sea su tipología arquitectónica. Es un simulacro de ciudad de servicios en miniatura. Donde todos los extremos de lo urbano han sido liquidados.

Hoy el shopping opone a este paisaje del “centro” su propuesta de cápsula espacial acondicionada por la estética del mercado. En un punto todos los shopping center del mundo son iguales.

La capsula espacial, puede ser un paraíso puede ser un paraíso o una pesadilla. Como en una nave espacial es posible realizar todas las actividades reproductivas de la vida: se come, se bebe, se descansa, se consume símbolos y mercancías según instrucciones no escritas pero absolutamente claras. Saber donde se está carece de importancia. El shopping no se recorre de punta a punta, como si fuera una calle o una galería: el shopping tiene que caminarse con la decisión de aceptar, aunque no siempre las trampas de azar. Uno allí no se pierde, no esta hecho para encontrar un punto; es un espacio sin jerarquías.

Como una nave espacial, el globalismo económico ha creado en shopping una ciudad dentro de otra ciudad. Esa ciudad siempre en el espacio exterior, bajo la forma de autopista con villa miseria al lado, gran avenida, barrio suburbano o peatonal. Los shopping del mundo cierran sus muros a las perspectivas exteriores. La ciudad no existe para el shopping, que ha sido construido para reemplazar a la ciudad.

El shopping es todo futuro: construye nuevos hábitos, se convierte en un punto de referencia, acomoda la ciudad a su presencia, se acostumbra a la gente a funcionar en el shopping. En el shopping puede descubrirse “un proyecto premonitorio del futuro”.

Se nos informa que la ciudadania se constituye en el mercado y, en consecuencia, los shopping pueden ser vistos como los monumentos de un nuevo civismo: ágora, templo y mercado. En las ágoras había oradores y escuchas, políticos y plebe sobre la que se maniobraba; en los shopping también los ciudadanos desempeñan papeles diferentes: algunos compran, otros miran y admiran. En los shopping no podrá descubrirse, como en las galerías del siglo XIX, una arqueología del capitalismo sino su realización más plena.

La ciudad se independiza de las tradiciones de su entorno. La historia esta ausente en ella. Las formas que la sustentan están inmersas en la denominada arquitectura posmoderna. Es un espacio desterritorializado, sin referencias urbanas,

La lógica del marcado se apropió del sueño de los modernistas críticos de concebir la calle o las vías públicas como el lugar donde pueda llevarse a cabo la humanización de la vida moderna. La burguesía a creado los shopping center posmodernos como un espacio donde a los seres humanos han vuelto a “vivir”, se han sentido iguales unos con otros. Pero este nuevo pueblo no toma conciencia de que lo que domina en estos lugares sus vidas es la ley del mercado y son tratados así como mercancías, donde los de los shopping no se reconocen a así mismos por sus bienes o por encontrar su alma en sus automóviles, aparatos de sonido o simplemente sus casas de dos pisos, sino por el grado de facilidad de como dueños de sus tensiones vitales dentro de esta ciudad impersonal inmersa dentro de otra ciudad.

Bibliografía elemental:

BERMAN. Marshall
Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad.
Madrid, Siglo veintiuno Editores, 1988.

SARLO Beatriz.
Escenas de la vida posmoderna.
Buenos Aires, Ediciones Ariel, 1994.

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